Por: Sergio Ramírez Tafur, docente del programa de Economía de la Universidad de América.
En los últimos meses, Colombia ha evidenciado una creciente efervescencia política, caracterizada por un cúmulo de opiniones y posicionamientos ideológicos que, sin embargo, adolecen de una fundamentación sólida desde el punto de vista jurídico y constitucional. Este fenómeno reviste especial preocupación cuando se trata de reformas estructurales y del uso de los mecanismos de participación ciudadana, instrumentos cuya validez y eficacia dependen del respeto estricto al ordenamiento legal y constitucional vigente.
Para comprender el alcance de estas tensiones institucionales, es pertinente acudir a los datos de la Registraduría Nacional del Estado Civil. El actual presidente fue electo con el 32,3% del total de votos, en una jornada electoral con una participación del 58,17% del censo electoral habilitado. Por su parte, en las elecciones parlamentarias, la participación alcanzó el 48,01%. Si se realiza un cálculo ponderado, el presidente representa efectivamente al 18,8% de los ciudadanos habilitados para votar, mientras que el Congreso representa al 48,01%. Este contraste plantea una pregunta central desde el punto de vista de la teoría democrática: ¿quién ostenta mayor legitimidad política en tanto expresión del constituyente primario?
En este contexto, es fundamental precisar la función del Congreso de la República, la cual no se reduce a una mera instancia de aprobación automática de iniciativas legislativas. Muy por el contrario, su rol consiste en deliberar, analizar y eventualmente modificar o rechazar los proyectos de ley presentados tanto por el Ejecutivo como por sus propios miembros. Esta función deliberativa se fundamenta, entre otros elementos, en su carácter representativo, pluralista y territorialmente inclusivo. Exigir del Congreso una aprobación incondicional de las iniciativas del Ejecutivo no solo contraviene los principios republicanos, sino que podría conducir peligrosamente a formas de concentración del poder incompatibles con el sistema democrático.
En relación con los mecanismos de participación ciudadana, es necesario hacer una lectura rigurosa del artículo 103 de la Constitución Política de 1991, el cual establece el referendo como un instrumento válido de democracia directa. Este mecanismo ha sido reglamentado por la Ley 134 de 1994, modificada y ampliada por la Ley 1757 de 2015. Conforme a esta normatividad, si bien el presidente tiene la facultad de proponer un referendo, su convocatoria efectiva requiere la aprobación previa de la mayoría simple del Senado, es decir, más del 50% de los congresistas presentes en la respectiva sesión plenaria.
Una vez cumplido ese requisito, el referendo debe ser sometido a votación popular, y para su validez debe contar con mayoría de votos afirmativos. En caso de contener varias preguntas, cada una debe superar individualmente ese umbral. En el caso más reciente, el Congreso decidió no avalar el referendo propuesto, con una diferencia de tan solo dos votos. Sin embargo, en términos jurídicos, la mayoría no se define por la diferencia, sino por la superación del umbral establecido: más del 50%. Por tanto, sin dicho aval, el presidente no está habilitado para convocar el referendo por decreto, ya que ello excedería sus competencias constitucionales.
Además, en caso de que un referendo sea aprobado por la ciudadanía, sus disposiciones deben pasar por el control de constitucionalidad ejercido por la Corte Constitucional. Solo después de superar este examen, las propuestas pueden ser desarrolladas legislativamente, lo cual vuelve a situar al Congreso en el centro del proceso normativo. De esta forma, queda claro que, incluso en el marco de los mecanismos de participación ciudadana, el Congreso continúa siendo un órgano indispensable para la producción normativa.
Los instrumentos de democracia directa no fueron diseñados como mecanismos sustitutivos del poder legislativo, sino como vías complementarias para incorporar demandas sociales emergentes que no han sido suficientemente atendidas por las vías ordinarias. Utilizarlos como atajos frente a la falta de consensos políticos en el Congreso, además de ser institucionalmente inapropiado, representa un uso ineficiente de los recursos públicos. En este sentido, cabe preguntarse si tiene sentido destinar más de seiscientos mil millones de pesos a una consulta popular cuyas propuestas, en última instancia, deberán ser nuevamente tramitadas por el Congreso. ¿Se trata de un genuino ejercicio democrático o de una estrategia de campaña financiada con recursos del erario?
Cabe señalar que, si el objetivo es modificar sustancialmente la arquitectura del sistema político, el camino adecuado sería la reforma constitucional o la convocatoria de una asamblea constituyente. Solo a través de estos mecanismos podría pensarse en conferir al Ejecutivo facultades legislativas permanentes, o en redefinir el equilibrio de poderes para permitir la convocatoria directa a votaciones populares en temas legislativos. Pero entonces, la pregunta que debería ocuparnos es: ¿esa modificación supondría una profundización de la democracia o el tránsito hacia una forma de poder menos deliberativo y más centralizado?