Cada año se gradúan en Colombia alrededor de 600 mil bachilleres. Muchos de ellos y ellas lo han logrado en medio de enormes dificultades: desafiando la guerra, el hambre, la promesa de algo de dinero y algo de dignidad, incluso si es a costa de la propia vida. Cada año, solo la mitad de estos graduandos logra seguir educándose, bien sea en institutos tecnológicos, en universidades públicas o privadas, o siguiendo una carrera militar.
Comparaciones internacionales muestran que los lugares con mayor proporción de personas con educación superior tienen un mayor crecimiento en la productividad y los ingresos que aquellos donde solo una baja proporción de los adultos tiene educación superior. Me atrevería a decir que esta misma correlación existe entre la educación y la participación democrática y la resolución pacífica de conflictos, pero aquí me falta la evidencia para soportar esta que es apenas una intuición.
Argumentos como estos de la productividad y los ingresos se usan con frecuencia en los debates públicos para aumentar la tajada del gasto gubernamental que le corresponde al sector educativo. Las usan (usamos) también las universidades para convencer a las familias de pagar por la educación de sus hijos e hijas.
Hoy quiero proponerles un argumento distinto: la educación no tiene otro propósito que el de educarse. No tiene otro fin que el de entender mejor el mundo, entenderse uno mismo, entender mejor a sus semejantes. El propósito de educarse no es otro que el de vivir una vida más plena, basada en la satisfacción que derivamos todos de entender mejor el mundo que nos rodea y nuestro lugar en ese espacio y tiempo que ocupamos.
Esa comprensión empática, ese examen profundo y detallado no rinde otro fruto que el maravilloso descubrimiento de que el mundo es asible, comprensible, en toda su complejidad. Nos sirve para constatar que la mente humana es capaz de desenredar la madeja de la vida, entender las leyes que gobiernan el universo, el planeta, sus habitantes; nos sirve para entender mejor las conexiones que nos atan a otros serves vivos, a nuestro sentido de nosotros mismos, nos sirven para entender mejor los mecanismos a través de los cuales creamos una conciencia propia que se desdobla y es capaz de mirar nuestro ser como si fuéramos el narrador omnisciente de nuestra propia conciencia.
El rédito más valioso de la educación no es la utilidad que nos presta medida en bienes materiales o en el dominio sobre la naturaleza y sobre otros. Lo que nos deja es la alegría de conquistar lo difícil, el placer de resolver el acertijo, la emoción de pelar otra capa de esa cebolla escurridiza que llamamos la verdad.
Se nos olvida entonces, cuando recibimos a esa pequeñísima porción de jóvenes llenos de sueños e ilusiones, que están entre nosotros no para que les ofrezcamos un tiquete a un mundo de comodidad y poder, sino porque vamos a emprender una travesía juntos que probablemente será difícil, frustrante a veces, dolorosa, pero, de cualquier manera, inmensamente satisfactoria.
Es nuestra responsabilidad como educadores no matar esos sueños, no reemplazarlos por promesas de lo que Estanislao Zuleta llamaría “una sala cuna de abundancia pasivamente recibida”. Educar para el liderazgo significa entonces alimentar el deseo de entender mejor la sociedad y el momento histórico en que vivimos; significa alentar a los estudiantes para que no desfallezcan ante las dificultades; y significa: confiar.
Confiar en su capacidad para la empatía y el sentido de justicia. Confiar en que serán capaces de llevar una vida significativa y que se esforzarán porque otros también puedan acceder a una vida intensamente examinada, intensamente vivida.
Por: Ximena Rueda Fajardo, Decana Facultad de Administración – Universidad de los Andes