Brasil está a punto de entrar en la élite económica global. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), para 2028 será la octava economía más grande del mundo, por encima de Canadá, Italia y Rusia. Así, será la única potencia latinoamericana en el ranking de las diez principales economías del planeta.
Este ascenso no es una sorpresa ni un golpe de suerte. Es el resultado de una estrategia sostenida para diversificar su economía, reducir la dependencia de los commodities y reposicionarse en el tablero global.
Varios motores empujando
Brasil entendió que depender de materias primas era una receta para la vulnerabilidad. Y aunque sigue siendo un gran productor agrícola y petrolero, ha hecho apuestas fuertes en otros frentes:
- Tecnología y manufactura avanzada: las industrias brasileñas han modernizado procesos, desarrollado tecnología local y aumentado su capacidad exportadora. No es Silicon Valley, pero ya no depende únicamente de la soya y el hierro.
- Energías renovables: líder regional en hidroeléctrica, solar y eólica. Brasil no solo cubre buena parte de su consumo interno con fuentes limpias, también exporta tecnología y conocimiento en transición energética. En un mundo donde descarbonizar es prioridad, esto es influencia.
- Agroindustria eficiente: no es solo volumen. Es logística, biotecnología, innovación. Brasil domina en soya, café y carne con una eficiencia difícil de igualar en la región.
Y, por supuesto, el petróleo (aunque al discurso populista de la extrema izquierda no le funcione). La exploración en aguas profundas ha catapultado al país entre los grandes productores mundiales —alrededor de 178 millones de toneladas al año—, compitiendo con Irán y Emiratos. Pero Brasil no quiere repetir errores de otros exportadores: el petróleo es parte de la estrategia, no su columna vertebral, algo de lo que nuestro actual presidente en Colombia debería aprender.
Geopolítica del crecimiento: entre China y EE.UU.
Con ese tamaño, Brasil ya no solo juega en Sudamérica. China es su principal socio comercial, con inversiones crecientes en infraestructura, minería y agricultura. En paralelo, Estados Unidos busca mantener su influencia ante la presencia asiática. Así las cosas, Brasil se convirtió en un espacio de competencia entre superpotencias.
Ese posicionamiento no solo le da visibilidad: también le da poder. Poder para negociar, atraer inversión, influir en agendas globales y marcar el paso en debates estratégicos (como transición energética o seguridad alimentaria).
Las proyecciones
El FMI estima que Brasil crecerá a una tasa moderada de 2% para 2025 y 2026. La inflación podría subir a 5.3% en 2025, con un retorno a 4.3% en 2026. El déficit en cuenta corriente sigue presente (alrededor de -2.5% del PIB), pero manejable. El desempleo, aunque sube, se mantiene estable cerca del 7%.
Son cifras de una economía que avanza con solidez, en medio de un mundo volátil.
¿Y el resto de la región?
Este ascenso cambia la dinámica latinoamericana. Brasil no solo marca el ritmo: redefine el estándar. El resto de América Latina deberá decidir si se adapta a esta nueva realidad o se queda al margen.
Porque competir con una potencia vecina no es solo cuestión de escala. Es estrategia, visión y capacidad para construir modelos complementarios, no subordinados. Brasil jugará en otra liga. Y eso, bien aprovechado, puede abrir oportunidades. Mal gestionado, puede agrandar las brechas.
Parece que llegó la hora de practicar portugués en Duolingo.