Por: Angie Tatiana Ortega, docente del programa de Ingeniería Ambiental de la Universidad de América.
Por cada bomba que estalla, la tierra también sangra.
Los conflictos armados en Medio Oriente —una región marcada por décadas de violencia— han dejado una devastación que va mucho más allá de los escombros y las cifras de muertos. Existe un precio silencioso, persistente y, muchas veces, irreversible: el daño ambiental.
Mientras el mundo observa las consecuencias humanas de la guerra, otro drama avanza sin ocupar titulares: la destrucción sistemática de ecosistemas enteros. El aire, el agua y los suelos se convierten en víctimas invisibles de los conflictos armados. Cada explosión, cada misil, deja una huella tóxica que contamina lo que nos da vida.
Durante la Guerra del Golfo, los incendios de pozos petroleros en Kuwait liberaron más de 500 millones de barriles de petróleo al ambiente. El cielo se cubrió con una nube negra durante meses. Años después, los suelos siguen infértiles, el agua sigue envenenada y la biodiversidad sigue ausente.
La guerra no termina cuando cesan los disparos. En Irak, investigaciones médicas han encontrado niveles alarmantes de plomo, mercurio y uranio empobrecido en ciudades bombardeadas. En Fallujah, los nacimientos con anomalías congénitas se multiplicaron por cinco entre 2003 y 2010. La guerra no solo mutila cuerpos: contamina úteros.
El daño tampoco se detiene en la superficie. El polvo que levantan los bombardeos puede contener compuestos químicos peligrosos que quedan suspendidos por semanas. Respirarlos es inhalar enfermedad. El agua, contaminada tras ataques a refinerías o fábricas, se convierte en vehículo de muerte para millones que dependen de ella para sobrevivir.
Y los suelos, esos que deberían alimentar a las comunidades en recuperación, quedan arrasados. En Siria, por cada año de conflicto se han perdido más de 100.000 hectáreas de tierra cultivable, ya sea por minas, metales pesados o desecación extrema.
Pero lo más alarmante aún no ha ocurrido. Imaginemos un escenario nuclear. Basta recordar Hiroshima. Una sola bomba, 15.000 toneladas de TNT, destruyó una ciudad en segundos y dejó una herencia radiactiva que duró décadas. Hoy, las armas nucleares son entre 10 y 80 veces más poderosas. Estudios del programa Nuclear Famine alertan que el uso de apenas 100 armas nucleares regionales podría reducir un 10% la producción agrícola mundial y poner en riesgo la seguridad alimentaria de 2.000 millones de personas.
Los impactos ambientales de una guerra no conocen fronteras ni fechas de caducidad. El aire contaminado viaja por el viento, el agua tóxica recorre ríos y mares, y los suelos devastados tardan siglos en recuperarse. La Tierra también entra en guerra. Y no puede defenderse.
Por eso, proteger la paz no es solo un deber ético o humanitario. Es una necesidad ecológica. Es un acto de defensa planetaria. No hay desarrollo sostenible posible en medio de guerras. No hay planeta B que compense la destrucción del único hogar que compartimos.
Cada bomba que cae en una zona de conflicto deja una cicatriz que ni el tiempo ni los tratados pueden borrar. La pregunta no es solo cuántas vidas humanas cuesta una guerra, sino cuánta vida —en todas sus formas— estamos dispuestos a perder.