La autosuficiencia alimentaria no debe confundirse con aislamiento comercial, ni la producción nacional debe plantearse como antagónica a las importaciones estratégicas.
La producción agrícola nacional es, sin duda, uno de los activos estratégicos del país. En su capacidad de generar empleo, proveer alimentos, impulsar exportaciones y dinamizar economías regionales, el agro desempeña un rol central en la seguridad alimentaria y la estabilidad económica. Sin embargo, la idea de alcanzar una autosuficiencia plena en insumos estratégicos como por ejemplo el maíz y la soya debe analizarse con realismo técnico y sentido de responsabilidad política.
Uno de los cuellos de botella para la competitividad es el de las vías para mover la carga en el país. Según la Contraloría General de la República, solo el 29% de las vías terciarias en Colombia se encuentran en buen estado, mientras que el 71% restante presenta condiciones regulares, malas o impenetrables. Esta deficiencia en infraestructura vial eleva los costos logísticos, dificulta el acceso a mercados y afecta la rentabilidad de los pequeños y medianos productores.
A esto se suman las limitaciones en capacidad de secado y almacenamiento de las cosechas, lo que genera pérdidas significativas en la producción o limita la posibilidad de inversión en proyectos agropecuarios, lo cual restringe la competitividad del productor nacional.
Asimismo, la tecnología aplicada al desarrollo y multiplicación de semillas con biotecnología en el país aún no alcanza los estándares necesarios para suplir la demanda interna con calidad y volumen suficiente. Esta brecha tecnológica obliga al país a importar una proporción considerable de semillas y granos para satisfacer tanto el consumo humano como el uso industrial de alimentos balanceados para el sector pecuario.
En este contexto, las importaciones, lejos de ser una amenaza, cumplen una función estratégica: complementan la oferta nacional y garantizan la continuidad de la cadena agroalimentaria. Estados Unidos, en particular, se mantiene como nuestro principal socio comercial, no solo en términos de importaciones, sino también como destino prioritario para nuestras exportaciones agrícolas.
Según cifras de Analdex, Estados Unidos, representa el 27,5% del valor FOB total exportado en 2024. En ese año, las exportaciones colombianas a Estados Unidos sumaron US$13.106 millones, con un crecimiento del 7,6% respecto al mismo período de 2023. De este total, el 52,2% (US$6.834 millones) correspondió a exportaciones minero energéticas, mientras que el 47,8% restante (US$6.264 millones) correspondió a bienes no minero energéticos.
En cuanto al sector agropecuario, alimentos y bebidas, las exportaciones colombianas a Estados Unidos alcanzaron los US$10.312,9 millones en 2024, lo que representó un aumento del 12,5% en comparación con el mismo período de 2023.
Romper o debilitar esta relación pondría en riesgo tanto la seguridad alimentaria como los ingresos de miles de productores y exportadores nacionales. Mantener una relación estable y dinámica con este mercado es indispensable para la economía nacional, dado su peso en nuestra balanza comercial.
La autosuficiencia alimentaria no debe confundirse con aislamiento comercial, ni la producción nacional debe plantearse como antagónica a las importaciones estratégicas. La clave está en construir un modelo de complementariedad inteligente, que potencie las capacidades nacionales mientras aprovecha las oportunidades del comercio global. Para ello, se requiere una política agroindustrial integral y coordinada que trascienda ciclos de gobierno, que articule a los distintos eslabones de la cadena productiva y que combine inversión en infraestructura, desarrollo tecnológico, asistencia técnica y crédito productivo.
Sin embargo, la dependencia de un solo mercado también representa un riesgo. Por ello, resulta fundamental diversificar nuestras exportaciones, explorando nuevos compradores en Asia, Europa y América Latina. Esta estrategia permitiría reducir vulnerabilidades y aprovechar las oportunidades que ofrecen tratados comerciales y nuevas demandas globales en alimentos saludables y con trazabilidad.
La apuesta por el fortalecimiento del agro debe ser integral. Requiere inversiones públicas y privadas en infraestructura, incentivos a la innovación tecnológica, acceso al crédito rural y políticas de largo plazo que den estabilidad y confianza al sector. Solo así será posible aumentar la productividad, reducir la dependencia externa y consolidar al campo como motor de desarrollo sostenible.
El futuro de la seguridad alimentaria y del crecimiento económico pasa, inevitablemente, por el fortalecimiento del sector agrícola. Reconocer sus limitaciones actuales y actuar con decisión es el primer paso para transformar los desafíos en oportunidades. Las decisiones que se tomen hoy determinarán el rostro del campo en las próximas décadas.