Por: Germán Eduardo Rodríguez Díaz
Docente del programa de Economía de la Universidad de América.
El pasado 2 de abril, el presidente Donald Trump conmemoró lo que denominó el “Día de la Liberación Económica de Estados Unidos”, marcando un punto de inflexión en la política económica del país. Con este anuncio, la primera potencia mundial implementa un agresivo plan de aranceles universales y recíprocos que ha sacudido los cimientos del comercio global.
La medida, lejos de ser simbólica, supone el regreso a un modelo proteccionista que rompe con décadas de globalización comercial. En esencia, Estados Unidos impone aranceles a todos sus socios comerciales, algunos de ellos aliados históricos, en busca de reequilibrar su balanza comercial y recuperar el control sobre su aparato productivo.
Entre los países más afectados por estos nuevos aranceles se encuentran varias economías emergentes del sudeste asiático y África, como Camboya, Vietnam, Myanmar y Laos, que enfrentan ahora tasas superiores al 40%. China, Irak y Bangladesh se sitúan entre el 34% y el 37%, mientras que la Unión Europea ha sido gravada con un 20%, y países latinoamericanos como Colombia, Perú y Argentina, con un 10%.
Las consecuencias no se han hecho esperar. El encarecimiento de las importaciones en Estados Unidos genera presiones inflacionarias internas y reduce significativamente el volumen de exportaciones hacia ese país. Esto afecta especialmente a países como Bangladesh, cuya economía depende en un 80% de la industria textil orientada al mercado estadounidense. La pérdida de competitividad puede traducirse en desempleo masivo, reducción de ingresos y retrocesos en los avances sociales logrados en las últimas décadas.
No es casualidad que los mercados financieros reaccionaran con alarma: el lunes 7 de abril fue calificado como un “lunes negro” por la caída generalizada de los principales índices bursátiles mundiales.
¿Por qué una decisión tan drástica?
La gran incógnita que plantea esta decisión es por qué, si el impacto global es tan negativo, Estados Unidos opta por este camino. Desde la perspectiva económica, existen dos motivaciones principales.
La primera es la protección de su industria nacional. Los aranceles se imponen de forma recíproca, es decir, en la misma magnitud en la que históricamente otros países han gravado productos estadounidenses. Por ejemplo, en 2019, los vehículos americanos enfrentaban un arancel del 25% en China. Al replicar estas condiciones, Estados Unidos busca corregir un desbalance estructural que ha alimentado un déficit comercial que alcanzó los 1,2 billones de dólares en 2024.
El objetivo final es incentivar la relocalización industrial: que las empresas que se trasladaron a países con mano de obra barata y menores costes operativos regresen al territorio estadounidense. Esta “repatriación productiva” tendría efectos multiplicadores sobre la economía local, como la creación de empleo, aumento de ingresos y fortalecimiento del tejido empresarial.
La segunda razón es fiscal: Estados Unidos necesita urgentemente nuevas fuentes de ingreso. Con una deuda pública cercana a los 35 billones de dólares y un sistema que obliga al Congreso a elevar periódicamente el techo de endeudamiento para evitar un default técnico, los aranceles aparecen como una vía para generar recursos sin depender exclusivamente del endeudamiento externo.
Un cambio de modelo en tiempos de incertidumbre
En mi opinión, como economista y docente universitario, este giro proteccionista responde a una necesidad profunda de redefinir el papel de Estados Unidos en el orden económico global. Ya no se trata solo de competir en un mercado abierto, sino de garantizar seguridad energética, alimentaria y tecnológica en un entorno geopolítico cada vez más volátil.
A corto plazo, los costos serán evidentes: menor crecimiento global, tensiones diplomáticas y ajustes en las cadenas de suministro. Sin embargo, desde la óptica estadounidense, el sacrificio puede estar justificado si a largo plazo se logra un modelo económico más autosuficiente, resiliente y equitativo.
Estados Unidos ha tomado una decisión políticamente incorrecta, pero estratégicamente calculada. El retorno al proteccionismo supone un cambio de paradigma que afectará al mundo entero, especialmente a los países más dependientes de sus exportaciones. Frente a ello, la comunidad internacional tendrá que replantearse cómo responder: ¿más integración regional?, ¿nuevos acuerdos comerciales?, ¿mayor diversificación productiva?
Una cosa es cierta: el tablero económico mundial está en plena reconfiguración, y todos, queramos o no, estamos jugando en él.