Todos fuimos niños. Jugamos, reímos, soñamos… y también enfrentamos realidades distintas. Para algunos la niñez fue un refugio, para otros una herida. Pero sin excepción, todos atravesamos esa etapa que debería unirnos en solidaridad hacia quienes hoy la viven.
En Bogotá, solo en el primer semestre de 2025, se registraron más de 6.400 alertas de abuso sexual contra menores: 35 casos diarios, diez más que el año pasado. Esta cifra no solo es alarmante, es una vergüenza nacional. La justicia no disuade, la prevención no funciona y la indiferencia social convierte a la comunidad en cómplice silencioso.
Ante el dolor acumulado, surgen voces que reclaman penas ejemplares: aumento de condenas, trabajos forzados en prisión, castración química, incluso la pena de muerte. Muchos lo ven como un clamor desesperado frente a un Estado que parece incapaz de proteger a sus hijos.
Aquí emerge la pregunta esencial: ¿los derechos de un agresor pueden estar por encima de los derechos de un niño? La Constitución asegura que no, que los derechos de los niños prevalecen sobre los de los demás. Pero lo escrito en el papel se desvanece en la práctica.
La infancia no puede esperar. Cada silencio, cada evasiva y cada sentencia tibia es un golpe más contra el futuro del país. Proteger a los niños no es un favor, es la obligación más sagrada de una nación que quiera llamarse justa.