Congelar la materia. Es decir, lograr el cero absoluto. Para ello se requiere –de lograrse– una cantidad enorme de energía y un sentido de propósito que raya en la persistencia más ambiciosa. Detener moléculas es de interés científico por lo que entraña, inalcanzable al violar particularmente alguna restricción de la naturaleza –la tercera ley de la termodinámica, para ser concretos–. Otra cosa es detener electrones. Con la aparición del grafeno surgió la posibilidad física de lograrlo sin grandes flujos de energía. La ciencia se ha preocupado por congelar moléculas y aislar electrones hace ya bastante tiempo.
Desde los experimentos de Heike Kamerlingh Onnes a finales del siglo XIX, cuando logró licuar helio y acercarse a temperaturas cercanas al cero absoluto, hasta las modernas trampas de iones utilizadas para atrapar partículas elementales, la humanidad ha desarrollado tecnologías que rozan los límites de lo posible. Sin embargo, esa obsesión por detener el movimiento, por estudiar el mundo en cámara lenta, también revela una contradicción: gran parte del desarrollo que tenemos como humanidad se lo debemos a moléculas y electrones que se mueven -digamos libremente- y están disponibles.
Desde la invención de la tinta, que permitió expandir nuestra memoria genética más allá de una generación, hasta la difusión de información vía electrónica que ha permitido tener literalmente todo el conocimiento al alcance de la palma de la mano –que manipula el celular con el que justamente lee estas líneas, para ser aún más didáctico-, pasando por los combustibles y derivados de hidrocarburos que impulsaron la Revolución Industrial, nuestra historia está tejida con flujos de energía y materia. Como escribió Carl Sagan, “somos una forma en la que el cosmos se ha conocido a sí mismo”, y en esa forma hay química, electricidad, y sobre todo, movimiento.
Claro, en el proceso se ha hecho daño. Impacto ambiental y desigualdad social en el proceso de industrialización que surge de la masificación de la tecnología. Era clara la ventaja de ejércitos que dominaban el arte de domar caballos frente a los que no. Alejandro Magno conquistó medio mundo con logística a caballo; siglos después, las guerras mundiales se decidieron por quien controlaba el petróleo -la logística bélica infelizmente es parte de la ecuación del desarrollo-, no los caballos. Durante siglos, la máxima velocidad del transporte era la de carruajes tirados por caballos. La tecnología –y el conocimiento– disponible mejora no solo las posibilidades de supervivencia de una comunidad, sino que acarrea también un sentido de competitividad.
Hace la diferencia una comunidad que cuenta con energía con respecto a su potencial de desarrollo y supervivencia. Basta pensar en cómo la electrificación rural transformó la vida en muchas partes del mundo: refrigeración, educación nocturna, acceso a información. En 1936, el presidente Franklin D. Roosevelt impulsó el programa de electrificación rural en EE.UU., llevando energía a millones de granjas. Hoy ese mismo reto, con más urgencia, se reproduce en África, Asia y América Latina.
Electrones y moléculas deben fluir con sentido económico y responsabilidad. Ahora bien, son temas delicados que requieren un análisis profundo de muchas aristas. No en mensajes de video de 30 segundos. Veamos dos extremos: paramos todo y nos regresamos a la Edad de Piedra, tiempos de bárbaras naciones. O explotamos los recursos sin conciencia ni control, en detrimento de nuestra propia supervivencia.
Creo firmemente en que es viable un punto intermedio entre estos dos indeseables y perturbadores escenarios: llevar desarrollo en términos competitivos y sostenibles a cada ser humano. Cada vez que alguien sale de la pobreza, mejora su calidad de vida: requiere una nevera, un televisor, un celular. Y esto requiere electrones, moléculas, materiales.
Así como el ancho de vía de los trenes quedó determinado por el surco de los carruajes romanos –cuando en el imperio no tenían ni idea de que con su expansión lograrían masificar el transporte a partir de la máquina de vapor con dos mil años de diferencia–, un niño con posibilidades de aprender nos podría llevar a crear soluciones con años de distancia, solo por brindarle una oportunidad de desarrollo. Como Alan Turing, que resolvió enigmas matemáticos en su niñez y terminó cambiando el rumbo de la historia con su máquina lógica. La política ha logrado lo que no ha sido posible por la ciencia: congelar moléculas y aislar electrones. No por diseño, sino por negligencia o falta de pragmatismo. Necesitamos una conversación más técnica, mesurada y propositiva, y menos un monólogo lleno de recelos y argumentos parcialmente ciertos. Después de todo, hay niños esperando por electrones y moléculas. Quizás, entre ellos, está quien pueda inventar el próximo grafeno o descubrir cómo domesticar de forma limpia la energía de fusión. Pero no lo sabremos si antes no les damos luz.