En tiempos de algoritmos que calculan, predicen y recomiendan, siento la necesidad de recordar algo elemental: lo propio de lo humano son las emociones,la autenticidad, lo genuino. Una máquina puede imitar patrones; lo que no puede es sentir ni cargar de sentido una experiencia. Simular no es vivir.
La vida cotidiana está llena de escenas que ningún modelo reproduce de verdad. Consolar a alguien, por ejemplo: saber si el otro necesita un abrazo, silencio o un consejo breve. No es texto; es la lectura del subtexto, del cuerpo, del momento. Cocinar “al ojo”: ajustar sal y fuego porque “lo pide” la receta, no el manual. Ahí hay intuición, memoria, historia. El timing del humor: un chiste funciona por una mirada cómplice y dos segundos de pausa; la risa surge de la conexión, no del guion. Pedir perdón de verdad: el tono, la vergüenza honesta, la pausa que abre espacio a la reparación. Elegir estar: cancelar una reunión para ir al recital del hijo; priorizar lo que importa aunque no optimice ninguna métrica. Un brindis improvisado: el tartamudeo y la emoción que contagian más que cualquier discurso perfecto. Ceder el paso en el tráfico: un gesto mínimo que cambia el ánimo de un desconocido; civismo emocional. Entrevistar a alguien y percibir nervios para reencuadrar la conversación y que florezca. Acompañar un duelo: entender que lo que toca es callar y estar. Crear desde el accidente: una mancha que se vuelve idea; la serendipia que ninguna predicción planifica.
La IA puede ser útil —mucho— para ordenar, quitar fricciones, iluminar datos. Bienvenida sea como infraestructura. Pero hay una trampa cuando confundimos eficiencia con experiencia. Podemos automatizar el trayecto y, sin embargo, vaciar de significado el destino. Una respuesta correcta puede ser, al mismo tiempo, inadecuada si carece de humanidad. Incluso cuando la máquina acierta en la forma, falla en el peso: no es lo mismo un “lo siento” perfecto que un silencio a tiempo y una mano en el hombro.
No se trata de negar la tecnología, sino de ponerla en su lugar. Que el algoritmo haga lo que sabe: calcular, prever, proponer. Y que nosotros hagamos lo que nos toca: interpretar, decidir con criterio, cuidar del otro, construir sentido. La autenticidad no es un estilo, es una coherencia entre lo que decimos y lo que las personas viven con nosotros. Esa coherencia no se programa.
Cada día nos empuja a elegir. ¿Delegamos otro pedazo de la relación en una pantalla o nos hacemos presentes, con nuestras imperfecciones, asumiendo la incomodidad de lo real? Elegir lo humano no es nostalgia; es pragmatismo de largo plazo. La confianza —en las familias, en las marcas, en las instituciones— es un capital emocional: se cultiva a fuerza de presencia, escucha y gestos que no caben en un dataset.
Por eso insisto: la IA puede amplificar, pero no sustituir. Puede limpiar el ruido, afinar el volumen, ordenar la sala. La música —la que nos mueve— la ponen las personas. Y mientras algunos corren detrás del último modelo, vale la pena sostener lo que de verdad nos diferencia: emociones, autenticidad, lo genuino. Lo que se siente, permanece. Y eso, por fortuna, sigue siendo terreno nuestro.