Por: Nathalie Michelou, Estratega Senior de Comunicación Estratégica.
Diciembre tiene esa costumbre de hacernos contar. Contamos los días que faltan, los regalos pendientes, las reuniones acumuladas. Pero sobre todo, contamos personas. Y ahí, en ese inventario silencioso que hacemos cada año, aparecen las ausencias.
Este año, por cuarta vez hay una silla vacía en mi mesa navideña. No es la primera vez, pero sigue siendo raro. Ese espacio en el que se le deseaba feliz navidad aunque lejos, ya no está. Y la tentación es enorme: llenarla rápido, redistribuir los puestos, hacer como si el vacío no existiera. Pero he aprendido que honrar a quien se fue también es una forma de celebrarlo.
La Navidad nos vende completitud. Familias alrededor de mesas compartiendo el alimento y las conversaciones, la presencia. Pero la verdad es más humana que eso: nos reunimos con nuestras grietas visibles, con las pérdidas a cuestas, con la abuela que este año olvidó algunos nombres, con el hermano que está pero está ausente.
Y aún así —o precisamente por eso— nos sentamos juntos.
Porque la magia de diciembre no está en la perfección del cuadro. Está en la valentía de armarlo a pesar de todo. En poner la mesa sabiendo que falta gente. En brindar aunque la garganta se cierre un poco. En reír sabiendo que hay temas que no vamos a tocar. En estar presente incluso cuando duele.
He pasado navidades en las que evité hablar de quien faltaba, como si el silencio fuera respeto. Pero el silencio no honra, solo posterga. Ahora prefiero mencionarlos. «¿Se acuerdan cuando papá hacía eso?» “ ¿Se acuerdan del dicho de la abuela?” ¿Recuerdas aquella navidad en la que pensaste que no recibirías el regalo que le habías pedido a Papá Noël’. No para abrir heridas, sino para recordar que los vínculos no terminan con la ausencia física. Que quien se fue sigue habitando nuestras conversaciones, nuestras risas, nuestras formas de ser.
Y luego están los que sí están, pero que damos por sentado. Esos a los que vemos tan seguido que olvidamos mirarlos de verdad. Los que están ahí cada diciembre, cada domingo, cada crisis, tan constantes que se vuelven invisibles. Hasta que un día ya no están.
Esta época nos regala algo valioso: la excusa perfecta para detenernos. Para llamar a quien no llamamos en meses. Para abrazar dos segundos más de lo necesario. Para decir «te quiero» sin que suene forzado. Para reconocer que estos vínculos —imperfectos, complicados, hermosos— son lo único que realmente nos sostiene cuando todo lo demás se cae.
No estoy hablando de reconciliaciones forzadas, no. Algunos vínculos se rompieron con razón y está bien así. Hablo de no desperdiciar los que tienen valor, solo porque asumimos que siempre van a estar. De no esperar a que haya una silla vacía para valorar a quien aún ocupa la suya.
Las culturas que celebran bien la Navidad —no con regalos caros sino con presencia real— son aquellas que entienden que honrar vínculos es un trabajo activo. No basta con aparecer en la cena. Hay que llegar con intención, con apertura, con la disposición de sostener conversaciones incómodas y celebrar las cómodas. De ver a tu familia no como la obligación de diciembre, sino como el equipo que te elegiste para tu vida.
Y si este año tu mesa tiene sillas vacías —por muerte, por distancia, por decisiones difíciles—, también está bien. No todas las ausencias son tragedias. Algunas son liberaciones necesarias. Otras son duelos que merecen espacio. Lo importante es que las reconozcas. Que no finjas completitud cuando hay vacío. Que no disfraces de alegría forzada lo que en realidad es nostalgia o dolor.
Porque la verdadera celebración no está en aparentar que todo está bien. Está en reunirse aún cuando no lo está. En compartir la mesa con nuestras cicatrices visibles. En brindar por los que están y por los que se fueron. En recordar que los vínculos se honran no solo en su presencia, sino también en su ausencia.
Así que este diciembre, antes de que llegue el año nuevo con sus promesas de cambio, dedica un momento a contar lo que tienes. No los regalos ni los logros. Las personas. Las que están y las que se fueron. Las que te sostienen y las que sostienes. Esos vínculos imperfectos que te hacen exactamente quién eres.
Y si hay alguien a quien no has llamado, alguien a quien das por sentado, alguien a quien necesitas decirle algo: hazlo ahora. Porque el tiempo no perdona y la silla vacía diciembre no regresa.
La silla vacía me enseñó algo: que el amor se honra en presente, no en ausencia. Que las palabras no dichas se vuelven peso. Y que la verdadera abundancia no se mide en lo que tienes bajo el árbol, sino en quién se sienta a tu mesa.
¿A quién vas a llamar antes de que termine el año?